miércoles, 28 de enero de 2015

El eco de una tradición


Además de sus conocidos tinajones, sus irregulares calles, sus iglesias, su limpieza, su eclecticismo, existe otro elemento, que la marca y hace diferente. Y es que la ciudad de Camagüey no sería reconocida sin sus adoquines.

Es un tesoro que no fue forjado en la isla ni mucho menos ideado por el ingenio cubano. Pero que llegó para convertirse en algo muy nuestro, porque los adoquines, los cuales aún hoy encantan a visitantes, aunque procedan de los volcanes de Noruega, revirtieron la imagen de la urbe de finales del siglo XIX y principios del XX de calles polvorientas, y se convirtieron en parte de nuestra historia.

Arribaron por el puerto de Nuevitas, luego de haber pagado un promedio de 18 centavos por piedra, y más tarde las trasladaron por ferrocarril a la ciudad. Y en el verano de 1921 cerca de 18 kilómetros de la ciudad mostraban las calles empedradas, tras cinco años de dura faena.

Camagüey se convirtió así, después de La Habana, en una de las primeras ciudades en incorporarse a la moda. Claro que tuvieron que adaptar la geometría al caprichoso trazado urbano de la ciudad, tejiendo una urdimbre de hermosas figuras lo mismo rectangulares, cuadradas, octagonales que triangulares.

Gracias a la experiencia de los ingenieros camagüeyanos Armando Pradas de la Torre y Benito Antonio Rodríguez, quienes, para el empedrado, utilizaron cuadrillas de cubanos y españoles que por años se habían dedicado a reparaciones de caminos y carreteras, las calles adoquinadas, a simple vista, parecen eternas, irrompibles.

Y es que esa piedra dura, de granito, tallada a mano y procesada de diversas formas quiere seguir siendo testigo de la vida de esa ciudad, quiere seguir sintiendo el paso del tiempo para luego convertirse en el eco del pasado.

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